De la Redacción
No es socialmente saludable que la población, casi en forma unánime, muestre alegría cuando un delincuente cae muerto en balaceras que se desatan en los asaltos, especialmente en el transporte público de pasajeros.
Primero, porque evidencia el hartazgo social frente a la inseguridad pública, violencia criminal e incidencia delictiva; segundo, porque ese estado de cosas es producto de la incapacidad de los gobiernos para cumplir con su obligación constitucional de garantizar la vida, integridad física y bienes de los gobernados.
Como tercer inconveniente está el hecho de que nadie debe hacerse justicia por mano propia y, si la ausencia de las autoridades quiere sustituirse con la violencia de las víctimas, la población saldría perdiendo en tal caso, porque hay más delincuentes armados que ciudadanos pacíficos portando armas, y siempre estará en desventaja.
Lo conveniente es exigirle con energía a las autoridades que cumplan con sus responsabilidades en materia de protección a la sociedad. Responsabilidad que, por cierto, no cae en la esfera de competencia de las autoridades federales como mañosamente se les hace creer a los ciudadanos, sino en las de gobernadores y presidentes municipales.