Augusto L. Robles
Como país, nación y sociedad, debe darnos pena frente al mundo que, según el Coneval, en México existan todavía municipios de Oaxaca, Chiapas y Guerrero cuya población en pobreza supera el 99 por ciento; es decir, en un ranchería donde habiten 100 personas, sólo una no padece el flagelo de la pobreza. El problema es que son, también, estados altamente poblados.
El organismo que evalúa el impacto de las políticas públicas en el bienestar de la población destaca que en números absolutos los mexicanos pobres se concentran en las periferias de las grandes ciudades, aunque porcentualmente no representen mucho.
Eso es notorio en el Estado de México, en donde igualmente la mayor parte de los indígenas pobres son de grupos distintos a los originarios: mazahua, otomí, tlahuica y mazatlinca.
Estos nuevos pobladores de la entidad, provienen de etnias de todo el país, pero notablemente de los estados señalados por el Coneval, y se asientan en la periferia de las zonas urbanas mexiquenses, especialmente de zona metropolitana de la Ciudad de México, particularmente en la zona oriente de la megalopolis.