De la Redacción
Juan Orlando Hernández, expresidente de Honduras, y uno de los artífices del golpe contra la democracia de su país en 2009, cuando se derrocó a Juan Manuel Zelaya, comprendió tardíamente que Estados Unidos no tiene amigos, sino intereses.
En estos momentos debe tener claro que, cuando alguno de los peones de loa americanos en cualquier parte del mundo ya no tiene posibilidades de serle útil, no solo lo desecha, sino que si en un momento dado e permitió impunemente delinquir, cuando ya cuando no les sirve esa impunidad se termina y le aplican todo el peso de la ley.
Hernández está acusado de narcotraficante y enfrenta el riesgo de una sentencia condenatoria de por vida. Cuando presuntamente cometió esos delitos estaba al servicio de la geopolítica estadounidense en Centroamérica y el Caribe, pero ya sin el cargo, se terminó la protección que le daban la CIA y la justicia de la potencia militar.
Ya está condenado a cadena perpetúa un hermano suyo, y él lo alcanzará en territorio estadounidense. Pero no se trata del primer agente de la CIA que, después de tener protección e impunidad, es perseguido, encarcelado o incluso ejecutado por el gobierno de Estados Unidos. Así ocurrió con Bin Laden o Manuel Antonio Moriega, recién fallecido y para cuya captura y enjuiciamiento Estados Unidos invadió a Panamá.
El mismo Saddam Huessein, gobernante iraquí, fue apoyado por Estados Unidos en su guerra contra Irán, y al final fue considerado enemigo de los Estados Unidos. Su nación fue invadida, destrozada y saqueada, y el mandatario derrocado y ejecutado, a pesar de sus servicios a la potencia militar en Medio Oriente.
