Maximiliano Castillo R.
La muerte violenta intencional de la periodista palestina Shireen Abu Akleh en Cisjordania a manos del ejército de Israel, además de condenable en sí, probó una vez más la hipocresía del Parlamento Europeo, del Departamento de Estado de Estados Unidos y de otras organizaciones internacionales defensoras de los derechos humanos.
En México, acusan al gobierno de López Obrador de los condenables homicidios de periodistas y denuncian graves amenazas a la libertad de expresión, aunque no han sido las autoridades mexicanas, ni las fuerzas castrenses las culpables de esos asesinatos, sino la delincuencia organizada. En cambio, guardan un silencio cómplice frente a la ejecución de la periodista de la cadena de televisión qatari Al Jassira. Tampoco condenan a Israel, aunque esa muerte sí fue ocasionada por francotiradores del ejército; es decir, ese gobierno pagó la bala, el rifle y el sueldo de la persona que disparó.
Ese agravio a los derechos humanos y a la libertad de expresión fue peor todavía por el allanamiento a la casa de la víctima, ubicada en Jerusalen del Este y las agresiones a quienes participaban en su sepelio, ante la indiferencia del Parlamento Europeo y del gobierno de Estados Unidos. La víctima y su ejecución se inscriben en la larga serie de actos atroces perpetrados por Israel desde 1967, cuando después de la guerra con los países árabes se apoderó del territorio palestino y no lo devuelve, a pesar de las exigencias de la ONU.
Este caso también evidencia la posición facciosa de occidente, pues si la condenable agresión mortal a la periodista Abu Akleh hubiera ocurrido en Cuba o Venezuela a manos de fuerzas de seguridad de esos países, Estados Unidos ya hubiera invadido a la nación en dónde hubiese ocurrido y castigado con sanciones y bloqueos económicos a los millones de habitantes de esos países. Ahora respalda a Israel.
