De la Redacción
A sus 73 años, el pasado fin de semana el príncipe Carlos dejó su título para convertirse en monarca del Reino Unido, bajo el nombre de Carlos III, en relevo de su fallecida madre, la Reina Isabel II, la de mayor duración en el trono, al cual arribó a los 26 años y lo dejó a los 96; es decir después de 70 años a la cabeza de la casa real británica.
Carlos III anunció que seguiría los pasos de su madre; es decir, su devoción por el reino. La condición de príncipe de Gales ha sido ahora asignada a su hijo mayor, que tuvo con la princesa Diana, de quien se separó y quien murió en un trágico accidente, cuando gozaba de una alta popularidad en el reino y en el mundo.
En muchas naciones se supo más de la monarquía por la muerte, precisamente, de Diana. La reina Isabel II se hizo conocida en países republicanos porque cargó la sospecha de que conspiró para ocasionar la muerte de quien fuera su nuera. Nadie presentó pruebas, pero esa creencia se generalizó.
Lo que sigue sin conocerse en el mundo; sobre todo, por las personas comunes y corrientes, es cuál utilidad social tienen las figuras de reinas y reyes. Se ignora si, además de ser factores de unidad e identidad de un reino o nación, que les atribuyen, aportan de verdad algo a las condiciones de bienestar de súbditos, y continúa sin respuesta la pregunta de si sus pueblos vivirían mejor o peor sin sus monarcas.