De la redacción
Varios analistas de temas internacionales atribuyen a la desesperación del ahora expresidente peruano Pedro Castillo su error de disolver el Congreso, horas antes de que él se presentara a comparecer para afrontar un juicio por la denominada “vacancia por incapacidad moral permanetne”; es decir, por actos de corrupción.
De cualquier manera, su objetivo de impedir su destitución resultó contraproducente, porque de todos modos fue destituido, terminó preso y con la acusación de haber roto el orden constitucional, por haber suprimió al parlamento, lo que permite a sus adversarios, con bases, considerarlo un golpista.
Es indefendible su decisión y la reprobación general, aun por gobiernos de izquierda, pero eso no debe hacer olvidar que Castillo, el primer presidente indígena en más de 200 años de la historia independiente peruana, fue víctima de una oligarquía acostumbrada a mandar, que a través de sus medios informativos y su dominio del Congreso, intentó destituirlo cuando apenas llevaba dos meses en el cargo.
Ya lo acusaban de corrupto cuando apenas se estaba acomodando en la silla presidencial, sin pruebas de la presunta corrupción, como tampoco existen ahora, pues el maestro rural que ganó democráticamente la presidencia peruana sigue siendo un hombre modesto, y lo peor es que lo acusó de corrupto una oligarquía corrupta, antidemocrática y golpista.
Debe señalarse que en Perú, como en Bolivia, Colombia, Ecuador, Argentina, Chile, Brasil y Paraguay la oligarquía golpista tiene bases sociales amplias, contrariamente a lo que ocurre en México, donde la ultraderecha empresarial no tiene votantes entre la mayoría y apenas ahora la tiene porque convirtió al PRI, PAN y PRD en sus brazos políticos partidistas.
