En el restaurante de la ciudad de Querétaro, sin proponérselo, el próspero horticultor guanajuatense ilustró el mundo de penurias familiares de los delincuentes de abajo, esos especie de peones al servicio de la delincuencia organizada: “Se meten a eso para salir de pobres, pero mueren o terminan presos igual o peor de jodidos”.
Su interlocutor, un distribuidor de maquinaria agrícola, de quien el hombre de campo era cliente, lo invitó a desayunar en la capital queretana para ofrecerle los nuevos implementos de labranza que tenía en su distribuidora.
La conversación tocó el tema de la inseguridad pública, problema que agobia a todo el país y a Guanajuato, pero especialmente al corredor que va de Salamanca a Celaya y llega hasta Salvatierra y Apaseo el Alto, y los límites con Michoacán.
Estaba reciente la masacre de 11 personas, cuyos cuerpos, algunos mutilados, fueron abandonados cerca de las tierras de cultivo del agricultor que desayunaba con el distribuidor de maquinaria, equipo e implementos para trabajar el campo, pero todavía no habían masacrado a 6 agentes viales de Salamanca.
Siguieron platicando de la inseguridad pública y la incidencia delictiva que afecta igualmente a Querétaro, pero sin los niveles sanguinarios de la vecina entidad, ante la incapacidad de las autoridades para abatir y erradicar el problema.
El campesino recordaba que “todavía hace unos cuatro años esta zona era tranquila”, aunque, reconoció, ya operaba una banda de “huachicoleros”. La situación cambió, dijo, cuando “se metió otra banda a competirles el negocio. Se están peleando por ordeñar el ducto que cruza la región, pero los dos jalan a la gente de aquí. Eso hace que se ponga feo el asunto, como se conocen se calienta la cosa y no se miden en la crueldad. Si unos hacen, los otros se vengan más duro y escala la saña”.
Así comenzó el derramamiento de sangre que no cesa en los pueblos, barrios, delegaciones y colonias periféricas, cuyas víctimas son principalmente peones rurales, que se metieron a la delincuencia para salir de la pobreza.
Sin intentarlo, el horticultor evidenció el problema adicional del segmento bajo de la delincuencia organizada: están igual o peor de pobres que antes de volverse malhechores. Los grandes beneficios de esas actividades criminales, muchas veces despiadadas, con víctimas mortales inocentes, no les llegan en grandes montos.
El campesino conocía a uno de los 11 ejecutados cerca de sus tierras de cultivo y de riego. Fue su peón hace unos años, y pocos días antes de que fuera “levantado” y asesinado en la masacre “me pidió dinero, y se lo presté, porque lo conocía bien, lo vi crecer en el pueblo. Además, lo quería para curar a su esposa enferma, ¡no tenía ni para llevarla al médico, crees! Me quedó a deber dos mil pesos”, recalcó sin dolerse por ello.
Esa es la realidad de los delincuentes ubicados en la base de la pirámide de los grupos criminales organizados: arriesgan su libertad y su vida en las actividades delictivas, pero reciben paga raquítica. Y mueren ejecutados o caen en la cárcel en condiciones igual o más pobres que antes.