(Primera parte)
Era aquellos tiempos de la Revolución, movimiento armado que en mi pueblo se calificó entre comillas, debido a que una vez concluida la lucha entre facciones, en la región de Jiquipilco seguían apareciendo aquellos que se ostentaban como revolucionarios, pero en la realidad eran bandidos y malhechores.
A causa de esa situación muchas de las gentes huían de sus casas cuando llegaban los revolucionarios: fueran zapatistas o carrancistas. Corrían a refugiarse en los cerros, mientras que otras familias buscaban asilo en las barrancas o en las arcinas. En mi pueblo todo era angustia, miedo que llegaba al pavor, dado que estos malhechores armados no se tentaban el alma para robar y matar.
Lo que me contó mi padre es lo siguiente: En una ocasión que se presentaron estos malhechores, ellos corrieron hasta el cerro de Santa Cruz Tepexpan en su parte oriente y se refugiaron en la casa de un señor llamado Felipe Pérez. Era un jacal donde se guardaba la pastura de los animales, y sucedió que ese día, ya de noche cuando todos dormíamos, después de cenar unos tacos de frijoles y té del monte; de pronto alguien abrió la débil puertecita del jacal y sorprendidos vimos a un hombre armado con un “cincuentón” dispuesto tal vez a dormir o no sé qué ocurrencia.
En ese momento los hombres se levantaron y no le dieron tiempo al hombre aquel a que usará su arma, se le fueron encima, derribándolo, al tiempo que el “cincuentón” cayó al suelo. El hombre aquel, fue llevado hacia afuera y al poco rato regresaron los que se lo habían llevado, diciendo: Ese no volverá a robar ni a matar.
Yo no supe más, dado que a mi edad nunca imaginé que a ese hombre lo habían asesinado por allá, a unos metros del jacalito. El cincuentón se quedó con el grupo, pensando en que serviría para repeler una nueva agresión. Eso lo recuerdo -dijo mi padre- pero no tuve en ese momento ni rasgo de compasión por el desventurado.
Mi padre siguió diciendo: Aquel bondadoso Felipe Pérez al poco tiempo quedó viudo y regresó de aquel cerro de Santa Cruz Tepexpan, de Pie del cerro como le llamaban a ese lugar, para radicar en Santa María Nativitas. Aún recuerdo, contaba, que yo era un chamaco de doce años cuando asistí al casamiento de don Felipe, ahí sirvieron mole de guajolote y arroz colorado, y muchas tortillas de trigo. De bebida para los invitados fue exclusivamente el pulque que ya abundaba en ese pueblo.
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